Atentados en Londres. Muertos, heridos, sangre, dolor…….Sentimientos encontrados los que despierta en mí. Encontrados porque por un lado me pregunto, ¿qué culpa tiene esta gente de las decisiones de sus líderes? … y ahí caigo: “Lideres”, las cabezas de los pueblos, los que deciden qué hacer, cómo hacerlo, cuándo hacerlo…y eso me lleva inmediatamente, a si la democracia en que vivimos es lo mejor que podemos lograr como cultura política. Pero, realmente, ¿podemos separar al pueblo de los lideres?... ¿De dónde salen los lideres?....De la sociedad, son los exponentes del pensamiento colectivo, gente que moviéndose por carriles establecidos, logra llegar a la representación de sus congéneres, o por lo menos, de la mayoría de ellos. Y las decisiones de sus líderes también los salpican a ellos. No hay inocentes. Cada decisión, sea al votar, sea al ayudar a alguien en problemas al costado de una ruta, trae consecuencias. Algunas decisiones traen beneficios para la comunidad entera, otras no. Y más allá de que la historia particular del Reino Unido es una historia de piratas, asesinos, esclavistas e invasores, sus autoridades deberían dejar el cinismo y la hipocresía de lado, y empezar a hacer un autoanalisis de sus elecciones en materia mundial.
Lo peor no es sólo eso, sino el eco de los medios de comunicación mundiales, de los líderes políticos, de la gente influyente para la otra gente….se llenan los espacios en los diarios, se colma el éter de palabras de condena y piedad, los presidentes de las naciones se rasgan las vestiduras llamando asesinos a los que perpetraron los atentados, la televisión se regodea con el negocio de poner las mismas anodinas imágenes y los mismo audios de siempre, y guarda del país que no condene los atentados!
Pero si se tiene un poco de sentido común, uno se pregunta. Surgen dudas, cuestionamientos a las palabras vacías, escepticismo hacia las personalidades consultadas. ¿Reino Unido no está matando niños, mujeres y hombres en Irak?.... ¿Y en Afganistán?...... ¿no ha estrangulado economías de otros países?...¿esas medidas no han llevado a la ruina y, por ende, a la muerte, a millones de seres humanos en el mundo?...Entonces, de que me hablan cuando señalan a asesinos?...Me hablan de ellos, me hablan del poder, de la ambición, del ansia desmedida de control, y también me hablan de mi. De que si sigo viendo, leyendo, escuchando, todo lo que me repiten, lo voy a terminar comprando, lo voy a terminar creyendo, lo voy a terminar diciendo. Y así seré uno más de los patéticos seres humanos que van por la vida cuidando su “quintita”, sin tratar de ver más allá, sin querer darme cuenta que si no empezamos a cuestionar, a molestar, mejor que nos maten de un bombazo.
jueves, julio 07, 2005
lunes, abril 25, 2005
La Santa Alianza
Atilio A. BoronRebelión
Malos tiempos los nuestros, testigos agobiados del avance de una derecha que en los primeros meses de este año se ha reafirmado en la Casa Blanca, la presidencia del Banco Mundial y, ahora, el papado. Avance que no se produce al margen de crecientes resistencias, pero avance al fin. Así, la Santa Alianza reaparece en escena, pero en lugar de Guizot, Metternich y el Zar sus portaestandartes a comienzos del siglo XXI son Bush Jr., Wolfowitz y, otra vez, el Papa, en este caso, el Cardenal Ratzinger. Una vez más la siniestra alianza de la cruz y la espada, de la Iglesia y el militarismo: el super-halcón Wolfowitz, impuesto para militarizar desde el Banco Mundial la "lucha contra la pobreza" (¿o contra los pobres?) y el halcón ideológico de la derecha más reaccionaria que el catolicismo conociera desde la Segunda Guerra Mundial, ahora encumbrado como Sumo Pontífice luego de presidir por largos años, y haciendo gala de un preocupante fervor fundamentalista, la Sagrada Congregación de la Fe, es decir, la Santa Inquisición. Bellísima combinación: la metralla purificadora y las luces de la hoguera, seguros remedios para enfrentar los graves desafíos del mundo actual. Todo bendecido por George W. Bush, el nuevo Constantino, aquel emperador que consagrara al catolicismo como la religión oficial del imperio. Sólo que en este caso, habida cuenta del pequeño detalle de la Reforma Protestante, no es el catolicismo sino el cristianismo quien cuenta ahora con la aprobación imperial.El Cónclave de Cardenales no podría haber realizado una peor elección para el futuro de la Iglesia. Los antecedentes biográficos de Ratzinger no son precisamente edificantes y cristianos. Podría objetarse que su participación en la juventud hitleriana fue involuntaria, lo mismo que su incorporación al ejército nazi. Pero su actuación al frente de la Sagrada Congregación de la Fe carece de aquellos atenuantes. Allí Ratzinger persiguió con saña al clero progresista: eliminó de raíz la teología de la liberación y expulsó a sus cultores de los templos; mantuvo un cómplice silencio ante las masacres y desapariciones sufridas por laicos, curas, monjas y obispos en América Latina, mientras que su voz y la de Wojtila, de quien fuera su principal operador político, se alzaban estentóreas para condenar el imperdonable asesinato de un sacerdote cometido en Polonia, crimen que eclipsaba los centenares perpetrados por las dictaduras latinoamericanas. El consejero, además, que hizo que Juan Pablo II amonestara severamente y en público a Ernesto Cardenal por su participación en el gobierno sandinista y quien reconfigurara, en clave conservadora, al colegio cardenalicio que, tiempo después, lo ungiría como Papa.
Con el ascenso de Ratzinger al pontificado se cierra el círculo iniciado por su predecesor. A diferencia del conservadurismo instintivo de Wojtila el de Ratzinger es de un sofisticado refinamiento intelectual. Como teólogo ha debatido, entre otros, con Habermas, defendiendo con pasión y erudición los arcaicos valores de un catolicismo no sólo pre-conciliar sino claramente medieval y oscurantista. Su papado menguará aún más las filas de la declinante feligresía católica, proceso éste que sólo puede pasar desapercibido para quienes confunden el centimetraje de los diarios o el rating televisivo con la capacidad de influencia moral e intelectual. Una iglesia de espaldas a este mundo, que anuncia la elección de su máxima autoridad en una lengua muerta, y que con su designación se coloca claramente del lado de los opresores, los explotadores, los violentos, y que traiciona el mandato revolucionario que, hace más de dos mil años, legara el hijo de un humildísimo carpintero judío de Nazareth que declaró haber venido a este mundo para instaurar la justicia colocándose inequívocamente del lado de los pobres.
Malos tiempos los nuestros, testigos agobiados del avance de una derecha que en los primeros meses de este año se ha reafirmado en la Casa Blanca, la presidencia del Banco Mundial y, ahora, el papado. Avance que no se produce al margen de crecientes resistencias, pero avance al fin. Así, la Santa Alianza reaparece en escena, pero en lugar de Guizot, Metternich y el Zar sus portaestandartes a comienzos del siglo XXI son Bush Jr., Wolfowitz y, otra vez, el Papa, en este caso, el Cardenal Ratzinger. Una vez más la siniestra alianza de la cruz y la espada, de la Iglesia y el militarismo: el super-halcón Wolfowitz, impuesto para militarizar desde el Banco Mundial la "lucha contra la pobreza" (¿o contra los pobres?) y el halcón ideológico de la derecha más reaccionaria que el catolicismo conociera desde la Segunda Guerra Mundial, ahora encumbrado como Sumo Pontífice luego de presidir por largos años, y haciendo gala de un preocupante fervor fundamentalista, la Sagrada Congregación de la Fe, es decir, la Santa Inquisición. Bellísima combinación: la metralla purificadora y las luces de la hoguera, seguros remedios para enfrentar los graves desafíos del mundo actual. Todo bendecido por George W. Bush, el nuevo Constantino, aquel emperador que consagrara al catolicismo como la religión oficial del imperio. Sólo que en este caso, habida cuenta del pequeño detalle de la Reforma Protestante, no es el catolicismo sino el cristianismo quien cuenta ahora con la aprobación imperial.El Cónclave de Cardenales no podría haber realizado una peor elección para el futuro de la Iglesia. Los antecedentes biográficos de Ratzinger no son precisamente edificantes y cristianos. Podría objetarse que su participación en la juventud hitleriana fue involuntaria, lo mismo que su incorporación al ejército nazi. Pero su actuación al frente de la Sagrada Congregación de la Fe carece de aquellos atenuantes. Allí Ratzinger persiguió con saña al clero progresista: eliminó de raíz la teología de la liberación y expulsó a sus cultores de los templos; mantuvo un cómplice silencio ante las masacres y desapariciones sufridas por laicos, curas, monjas y obispos en América Latina, mientras que su voz y la de Wojtila, de quien fuera su principal operador político, se alzaban estentóreas para condenar el imperdonable asesinato de un sacerdote cometido en Polonia, crimen que eclipsaba los centenares perpetrados por las dictaduras latinoamericanas. El consejero, además, que hizo que Juan Pablo II amonestara severamente y en público a Ernesto Cardenal por su participación en el gobierno sandinista y quien reconfigurara, en clave conservadora, al colegio cardenalicio que, tiempo después, lo ungiría como Papa.
Con el ascenso de Ratzinger al pontificado se cierra el círculo iniciado por su predecesor. A diferencia del conservadurismo instintivo de Wojtila el de Ratzinger es de un sofisticado refinamiento intelectual. Como teólogo ha debatido, entre otros, con Habermas, defendiendo con pasión y erudición los arcaicos valores de un catolicismo no sólo pre-conciliar sino claramente medieval y oscurantista. Su papado menguará aún más las filas de la declinante feligresía católica, proceso éste que sólo puede pasar desapercibido para quienes confunden el centimetraje de los diarios o el rating televisivo con la capacidad de influencia moral e intelectual. Una iglesia de espaldas a este mundo, que anuncia la elección de su máxima autoridad en una lengua muerta, y que con su designación se coloca claramente del lado de los opresores, los explotadores, los violentos, y que traiciona el mandato revolucionario que, hace más de dos mil años, legara el hijo de un humildísimo carpintero judío de Nazareth que declaró haber venido a este mundo para instaurar la justicia colocándose inequívocamente del lado de los pobres.
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